Andrés

Recuerdo que nos metimos en un auto compacto para llegar a La Huasteca. Tres adultos y cuatro críos: los adultos eran mi madre, Leonor y Andrés. Yo tendría ocho años, Andrea siete, Luis Arturo y Cecilia eran de brazos. Recuerdo que el viaje fue una pesadilla y que vomité y vomité. Pero llegamos al rancho, el origen, el ombligo de la familia: el Bejuco, cantón de Ozuluama.
Recuerdo muchas cosas. Recuerdo que uno de esos días dije que me gustaría caminar hasta el pueblo, y cuando el resto de los adultos me dieron el avión, Andrés me dijo: vamos.
Y caminamos, juntos, el niño y su tío. Y le preguntaba, y me hablaba. Y subimos el cerro hasta el pueblo. Como iguales. Como iguales.
Pasaron muchos años, y leyó un libro mío. Y antes que yo, entendió lo que ese libro signifiaba.
Recuerdo también que cuando bautizamos a María, le compré, para ella, un Cristo diseñado y fundido por Andrés. Cuando bautizamos a Pablo, un lobo de Loyola diseñado y fundido por Andrés.
Hoy no paro de llorar. Mañana lo festejaremos.

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