Qué fácil

 

Qué fácil me sería, como tantos críticos quieren y me piden, quedarme en mi cubículo, gozar de mi sueldo, mis privilegios, mi sistema nacional de investigadores, mis viajes a congresos anuales en Argentina o España, retirarme, como decía Burkhardt, a ver desde lejos las olas de una política cotidiana que a mí no me afecta.

 

Qué fácil me sería escribir mis libros, dar mis clases y hablar en ellos de un pasado que ya no existe. Amar a mi esposa, porque la amo y porque es el amor de mi vida. Fumar un habano, beber un wiskhy de malta. Ver crecer a mis hijos, leerles una novela de capa y espada, mirarlos jugar su vóley-bol, su fútbol, e imaginar que a ellos, privilegiados hijos de privilegiados, tampoco les alcanzarán esas olas: tienen segura la casa, la comida, el sustento, el deporte y la escuela. Tienen el lujo de no tener hambre.

 

Qué fácil me sería mirar pasar las cosas. Formarme en la fila y medrar en los grupos académicos políticamente correctos, hacer gala de la “neutralidad”, “imparcialidad” y “objetividad” tan bien vistas en esos ambientes. Trepar y saber que al cabo de cada mes hay que lucir la corbata de seda y saludar a quienes no saludaría.

 

Y esperar esta beca y aquella invitación. Ese sabático en Chicago o en Oxford. Las reseñas favorables en Nexos o en Letras Libres. Cien mil pesos por aquel contrato, 50,000 por aquella conferencia.

 

Pero no puedo.